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Deutsch (Alemán)
Son las dos de la mañana. Con los ojos cansados, Adriana de Domenico entra a hurtadillas a su habitación. Desde que está en la Ciudad de México, solo encuentra paz a altas horas de la noche. Su nuevo hogar es una habitación pequeña, de menos de ocho metros cuadrados. Ella vive en un albergue gratuito para refugiados. Las paredes son delgadas, los ronquidos de la habitación vecina se han vuelto familiares para Adriana. Se traga una última pastilla roja, luego se acuesta cuidadosamente en su cama. La mujer de 51 años sufre de una grave enfermedad autoinmune. «Si no hubiera huido de Venezuela, estaría muerta», dice.
Adriana nunca imaginó que alguna vez dejaría Venezuela. En su ciudad natal de Caracas, ella era feliz. A principios de la década del 2000, Adriana trabaja como chef en la casa del presidente venezolano, Hugo Chávez. «Comía plátanos todos los días: fritos, al horno, al horno con queso», recuerda riendo. «Pero en algún momento tuvo que hacer dieta, luego no hubo más plátanos». Lo que más le gusta a Adriana es hornear pasteles enormes. Gana bien con el presidente, se va de vacaciones a Italia, Alemania, Holanda y vuela a Miami varias veces al año. Adriana compra una casa de dos pisos en Caracas, donde vive con su hijo y un buen amigo. No solo a ella le va bien en este momento, también la economía de Venezuela está en auge. Chávez, en la cima de su popularidad, regala refrigeradores y expande el Estado de Bienestar en Venezuela.
Un diagnóstico que lo cambia todo
El año 2008 es el trágico punto de inflexión en la vida de Adriana. Ella apenas puede respirar, se congela, sus manos se ennegrecen. Todo su cuerpo es sufrimiento. «Se siente como si alguien estuviera arrancando la carne de mis piernas». Va de médico a médico, nadie puede ayudarla. Luego, finalmente, se le diagnostica: sufre del síndrome anti-sintetasa, una rarísima enfermedad autoinmune.
"Se siente como si alguien estuviera arrancando la carne de mis piernas"
La enfermedad ataca principalmente a los músculos y es incurable; pero con los medicamentos apropiados, el dolor y la fiebre pueden aliviarse. Adriana debe tomar pastillas a diario. Pero al menos puede volver a trabajar.
En 2016, la mayoría de los hospitales en Venezuela está sin medicamentos. La crisis del Estado Venezolano golpea con particular fuerza al sector Salud. Los médicos le dicen a Adriana que la importación de sus medicamentos tiene un costo prohibitivo. Sin medicamentos, la salud de Adriana se deteriora, hay días en que apenas se levanta de la cama. En el mercado negro, sus medicamentos solo están disponibles a precios exorbitantes que ya no puede pagar. Ella sabe que en Venezuela le espera la muerte. Solo queda huir.
El pragmatismo – su gran fortaleza
A miles de kilómetros de Caracas, Adriana se sienta en un parque de la Ciudad de México, usando un gran sombrero de paja y lentes oscuros. Frente a ella, la cúpula dorada del Palacio de Bellas Artes brilla bajo el sol veraniego. La venezolana ama el arte: la arquitectura, el ballet clásico, los libros de Hermann Hesse. A ella le encantaría entrar al museo del Palacio. Pero las escaleras en el edificio son demasiado empinadas y Adriana solo puede caminar con una muleta. Sin embargo, va al centro de la Ciudad de México casi todos los días, algunas veces en la mañana, otras en la tarde, pues no tiene trabajo. Para una persona que se describe como “trabajadora sobre todo», eso es una condena. A ella le encantaría cocinar y hornear de nuevo.

Adriana solo habla sobre su enfermedad cuando se le pregunta al respecto. Ella no quiere que le tengan lástima. Si ella está bien, entonces está bien, y basta. Vive su vida sin muchas preocupaciones. Si se siente enferma, sabe que es porque no tomó uno de sus siete u ocho medicamentos del día. Su enfermedad es un problema, sí, pero se puede resolver. Este pragmatismo puede ser su gran fortaleza. Sin él, ella no habría sobrevivido su escape de Venezuela a México.
Venezolanos indeseables
En su último día en Caracas en la primavera de 2018, Adriana está tan nerviosa que su cuerpo entero tiembla. Ella solo lleva una pequeña bolsa, a propósito. Nadie debe notar que quiere irse de su país. De lo contrario, las tropas del gobierno podrían evitar su salida. Adriana va a Cúcuta, una ciudad colombiana en la frontera con Venezuela. En el camino le roban: teléfono celular, bolso, 2 mil dólares, todo se ha ido. Para llegar a Bogotá a como dé lugar, tiene que vender su reloj Cartier. Un regalo de su padre. Además, carga con el dolor de su enfermedad: mantener los ojos abiertos ya duele. Solo gracias a 60 pastillas de morfina puede sobrellevar el vuelo a Bogotá, y luego a la Ciudad de México. Allí, como le dice un médico, hay especialistas que se dedican a estudiar enfermedades como la suya.
"Si me envían de regreso, moriré"
Cuando el avión aterriza en la Ciudad de México, Adriana cree que pronto todo volverá a estar bien. Que puede volver a trabajar como cocinera y eventualmente ponerse al día con su hijo en México. Pero al amanecer, todas sus esperanzas se esfuman en el punto de control migratorio. Los agentes migratorios no la dejan entrar al país. La llevan a una habitación blanca, sin muebles, donde pasa la noche tendida en el suelo. Después, un agente le dice que tiene que volar de regreso a Bogotá. “A ti y a los otros venezolanos no los quieren en México”. Oficialmente, su deportación se justifica por el hecho de que ella no debería haber ingresado como turista. Después de todo, ella no quiere irse de vacaciones a México, sino solicitar asilo. «Si me envían de regreso, moriré», suplica poco antes de partir. No funciona.
Adriana llora durante todo el vuelo de regreso a Bogotá. Pero ella no se da por vencida, su hijo cubre los costos de un segundo intento. Esta vez lo logra: la dejan pasar en el aeropuerto de Ciudad de México sin mayor problema.
México como santuario
En su nuevo hogar de la Ciudad de México, Adriana tiene pocas personas con quién hablar sobre su pasado y su historia. Por eso le gusta sentarse frente a la entrada de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, COMAR. Aquí se encuentra con muchos compatriotas. Platicando con ella, uno de ellos estalla en lágrimas, un hombre alto con una cara bronceada por el sol. Perdió todo, su trabajo, su casa, su familia. Adriana lo abraza fuertemente. «Todo estará bien”.

La mayoría de los venezolanos están aquí para solicitar asilo. Y hay cada vez más. En 2013, solo hubo un solicitante de asilo venezolano, pero cuatro años después, en 2017, ya hay más de 4.000. Según la COMAR, todas las solicitudes de asilo de venezolanos son aceptadas.
La Organización Internacional para las Migraciones, OIM, sin embargo, asume que un número significativamente mayor de venezolanos llega a México escapando de su país, sin presentar una solicitud de asilo. El año pasado, se estima, deben haber sido más de 30 mil.
El éxodo de los venezolanos
Salir del caos: Solo en 2017 alrededor de 1.5 millones de venezolanos han huido de su hogar.
Fuente: Organización Internacional de la Migración de las Naciones Unidas (IOM)
Adriana lo logró: ella es una refugiada reconocida por el gobierno. Tiene casi los mismos derechos que un ciudadano mexicano, como el acceso al sistema de salud. En unos pocos días, recibirá una tarjeta con la que puede ir al médico de forma gratuita. Sus costosos medicamentos serán pagados en el futuro por el Estado Mexicano. Hasta el momento, la Oficina de Refugiados de las Naciones Unidas, ACNUR, ha pagado los costos en México.
Refugiados y mochileros hombro con hombro
Cae la noche en el albergue de Adriana. En la cocina huele a aceite, carne y pescado. Adriana amasa una bolita de maíz, la aplana y la coloca en el sartén. Con cariño, observa que la masa tiene cada vez más manchas marrones. Luego la golpea dos o tres veces con los dedos. Las arepas están listas. Los ojos de Adriana brillan cuando presenta las tortitas de maíz rellenas a dos mochileros estadounidenses. El grupo está acompañado por un hombre rechoncho con una mirada triste. Al igual que Adriana, él también es un refugiado. En voz baja, él dice que fue deportado de EUA a México. Él no quiere decir más. Refugiados junto a mochileros, personas desplazadas junto a turistas: este albergue es como un microcosmos de un mundo en el que algunas personas tienen que superar fronteras para aprender a disfrutar la vida, y otras, para sobrevivir. Adriana es la última en sentarse a la mesa, todos los demás ya están comiendo. Ella habla mucho, ríe, está llena de vitalidad. Luego se levanta y cuenta su sueño: tener su propia pastelería en su nuevo hogar, la Ciudad de México.